El día que dejé de ser un escritor sin escritorio.
- LUCIANA MAURO
- 11 feb 2015
- 1 Min. de lectura
Por Vila – Matas en París no se acaba nunca.
“La vieja mesa de madrera, junto con la máquina de escribir que había viajado conmigo desde Barcelona, le dio un aire distinto a mi buhardilla, que pasó a parecer más la chambre de un escritor. Y aún lo pareció más cuando me compré unas libretas, dos lápices y un sacapuntas. Ya lo tenía todo para poder escribir. “El instrumental necesario”, se leía en París era una fiesta, “se reducía a las libretas de lomo azul, a los dos lápices y el sacapuntas, a los veladores de mármol, y al olor a mañana temprana y a barrido y fregado y buena suerte”. Tenía, pues, ya todo lo que según Hemingway era necesario para escribir y, además, una mesa (que él tal vez daba por supuesta) y una máquina de escribir (que él no nombraba porque escribía a mano), una pequeña Olivetti procedente del despacho de mi padre. Tenía mesa y máquina y libretas y lápices y un sacapuntas y también – la suerte de la que hablaba Hemingway me llegaba por aquí – un dinero que, a través de giros postales, mi padre me había dicho que me enviaría desde Barcelona durante unos meses, sólo unos meses, “para que no te mueras de hambre”, a la espera de que reflexionara y decidiera regresar a Barcelona y a mis estudios de Derecho”.
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