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JORGE LUIS BORGES, NORAH LANGE Y OLIVERIO GIRONDO

  • Daniel Balmaceda
  • 2 feb 2016
  • 5 Min. de lectura

“Va a correr sangre entre nosotros”

De su etapa de pubertad, Norah Lange recuerda una noche en la que por segunda vez, estando acostada, oyó que se abría una puerta que comunicaba con el jardín de mil metros cuadrados de su casa, en Tronador 1756. Intuyó que era una de sus hermanas, pero quiso saber más. “Después de aguardar a que los pasos se perdieran en el fondo del jardín, me levanté con la mayor cautela y, envuelta en una manta oscura, salí al patio iluminado por la luna llena”. Aprovechó las largas sombras de los paraísos para acercarse a una palmera que le daba una vista panorámica. La luz de la luna le permitió observar con nitidez una silueta femenina: “Apoyada contra un árbol, envuelta en un amplio poncho que había pertenecido a mi padre, después de mirar el cielo unos instantes, abrió los brazos para desembarazarse de él”. Era Haydée, cuatro años mayor que Norah y muy atractiva. Haydée se mantuvo unos minutos con la cara y el cuerpo erguidos, hasta que se inclinó para tomar el poncho. Norah corrió a meterse en la cama antes de ser descubierta.

Al día siguiente se repitió la escena. Nunca le preguntó a su hermana por qué salía desnuda al jardín, pero la respuesta llegó el día que Norah encontró en el cajón de la cómoda de Haydée un recorte de una revista que aconsejaba a la mujer posar desnuda unos minutos ante la luna llena como método de belleza.

No existen constancias de que Norah Lange hubiera acudido a los baños de luna. En cambio, sí se sabe que cuando alcanzó los 15 años era una mujercita encantadora y a más de uno de los escritores que iban a las tertulias en la casona de Berta Erfjord de Lange (donde vivía con sus seis hijos: Irma; la desnudista Haydée; Cristina, alias Chichina; Norah la curiosa; Ruth y el más pequeño —bendito entre todas las mujeres— Juan Carlos) se le iban los ojos por ella. Las tertulias se dividían en dos: las de los sábados, para la gente joven, y las de los domingos, para invitados de mayor edad y algún que otro pergamino en el mundo de las artes. Los sábados llegaban hasta la célebre casa Leopoldo Marechal, Guillermo Juan Borges y sus primos Jorge Luis y Norah Borges, Francisco Luis Bernárdez, Emilio Pettoruti, Alejandro Xul Solar, Raúl Scalabrini Ortiz y otros. En la camada de los mayores, los de los domingos, figuraban Horacio Quiroga y Alfonsina Storni, Macedonio Fernández, Amparo y Arturo Mom, Raúl González Tuñón —futuro marido de Amparo Mom—, Emilia Bertolé, Luis Cané, Ezequiel Martínez Estrada y Samuel Glusberg, por mencionar a algunos. Parece que esta costumbre no era muy estricta, ya que el célebre beso que le robó Quiroga a Alfonsina durante un juego, tuvo lugar un sábado.

En un capítulo previo comentamos de qué manera la morocha Concepción Guerrero dejó de estar entre las preferencias de Borges porque la pelirroja Norah Lange comenzó a acaparar toda la atención del escritor. Norah daba señales —confusas, pero señales al fin— de interés por el amigo poeta. Éste no iba a ser el primer caso en la historia en el cual el hombre malinterpreta una relación de amistad con una mujer. Jorge Luis se entusiasmó con su prima lejana. Se veían seguido y compartían largas charlas. El enamoradizo Georgie recuperó la inspiración poética gracias a esta atractiva musa, casi siete años menor que él, que lo admiraba.

De todos modos, si la relación no traspasó la barrera que divide la amistad del noviazgo, fue por culpa de Borges. Más precisamente, por culpa de su timidez: Georgie era muy vueltero. Las oportunidades de lanzarse a la pileta del amor fueron muchas. La pareja abandonaba la casa de la calle Tronador y caminaba por el barrio, lejos de las miradas de doña Berta, que tenía cinco hijas, pero sólo dos ojos. Justamente, a Borges le faltaba aquello que le sobró al finado noruego Gunardo Lange: coraje. Cuando conoció a Berta en un baile en La Plata, él tenía 40 años y ella 18. Gunardo estaba convencido y apurado. Berta, indecisa y sin apuro. Durante un paseo posterior, el descendiente de vikingos colocó a la niña contra la pared, apoyó sus fuertes brazos en los hombres de Bertita y le dijo: “¿Quieres casarte conmigo? ¿Sí o sí?”. No se sabe cuál de las dos opciones ofrecidas prefirió ella. Lo cierto es que se casaron poco tiempo después.

Borges estaba lejos de emular a Gunardo. Pero no perdía las esperanzas de que, de alguna manera, el noviazgo con su musa se concretara. Contaba con la ventaja del aislamiento debido a que la madre de las Lange no permitía que sus hijas salieran de noche. Esto limitaba el círculo de amistades y, por ende, de posibles candidatos a destronarlo de su inerte posición privilegiada. Fueron acumulándose tardes, semanas, meses de rutinaria compañía. En algún momento el propio Georgie percibió que necesitaba del amparo de la noche. Comenzó a trabajar la psiquis de doña Berta y consiguió la autorización para que acudiera, sin despegarse de Borges, a una reunión nocturna de los martinfierristas, el grupo de escritores que habían hecho resurgir la revista Martín Fierro.

Aunque no existían los controles de alcoholemia, en este caso, ni siquiera hacían falta. Porque la conducta de los intelectuales en aquel festejo a mediados de 1926 no dejaba lugar a dudas. Según contó Leopoldo Marechal, en un momento él y otros martinfierristas pasearon a Norah Lange en silla hasta el Café Tortoni y se generó una pelea de proporciones. Cuando Berta se enteró, se acabaron las salidas nocturnas. Borges, entonces, volvió a acaparar el tiempo libre de la incipiente escritora pelirroja. Por algunos meses, nomás.

El sábado 6 de noviembre a la mañana, en la Sociedad Rural Argentina de Palermo, Ricardo Güiraldes sería agasajado por el éxito de su obra cumbre. La reunión se denominaba “Fiesta de Don Segundo Sombra”. Al respecto, es interesante la mirada de Borges. Notó que a partir de este trabajo, Güiraldes se mostraba menos francés y más criollo, empleando palabras “velay”, “ahijuna” y otras. “Se agauchó”, le contó Borges a su amigo Bioy, años más tarde.

Norah Lange y su hermana Ruthy podían asistir a la fiesta si lo hacían acompañadas por Jorge Luis. ¿Sería ésta la oportunidad para que Georgie asestara el golpe final, a lo Gunardo, y se apoderara del corazón de Norah? Para la codiciada pelirroja de la calle Tronador, su existencia se dividiría en un antes y un después de aquella reunión. Pero no por Borges. Esa mañana Norah Lange (20 años) conoció a Oliverio Girondo (35). Era abogado por mandato y poeta por gusto. Sobreviviente de la calle —fue atropellado por un automóvil—, alumno revoltoso —le lanzó un huevo de avestruz a su maestro, don Calixto Oyuela— y justiciero por mano propia —fue expulsado de un colegio en Francia por golpear con un tintero al profesor de Geografía que osó hablar de los antropófagos de “Buenos Aires, la capital de Brasil”—. Girondo era todo un personaje mundano, con varios kilómetros recorridos. De allí surgió que sus amigos le dedicaran una copla:

A veces rotundo

a veces muy hondo

se va por el mundo

girando, Girondo.

A Norah y Oliverio los presentó, sin querer, Jorge Luis. En el almuerzo posterior a la presentación se sentaron uno al lado del otro. Cuenta Norah: “Él había comprado una botella de vino especial y la tenía en el suelo, al lado de la mesa. Yo la tiré en un descuido, Oliverio me dijo, con su voz (de caoba, de subterráneo): ‘Va a correr sangre entre nosotros’”. ¡Pobre Borges! Meses y meses de trabajo de hormiga e indecisiones, para que una frase lo deje fuera de juego. O, más bien, fuera del fuego. Porque Norah no necesitó más pruebas de amor. Los recién conocidos bailaron. Esa tarde, Norah y Ruthy Lange regresaron a la calle Tronador acompañadas por Oliverio. Borges marchó a su casa derrotado.

Fuente: Romances Argentinos de escritores turbulentos. Editorial Sudamericana


 
 
 

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